¿Conocéis ese tipo de personas que se pasan el día sonriendo? Pues así es ella. Una chica de risa fácil y de enfados cortos, pues por mucho que haga por tratar de aparentar que está cabreada, siempre se le acaba escapando una pequeña mueca de felicidad, y ahí ya no hay marcha atrás.
Sin embargo no hay nada como escuchar su risa, verla reír sin miedo ni vergüenza, simplemente riendo. A veces ríe tanto que parece como si sus ojos se perdieran entre esa expresión de felicidad, y ves su sonrisa como asoma y reluce, no porque sea perfecta, sino porque cuando la ves sabes que es feliz. Y no hay nada comparable a eso.
De vez en cuando sus ojos chispean, y eso es señal de que ama, de que ama la vida y a los suyos. Cuando le chispean los ojos es feliz sin más, sin esperar nada ni a nadie. Sus ojos son pardos, un color tan normal y corriente como el de muchos otros, pero si eres capaz de fijarte más allá de la tonalidad verás en su mirada sus sueños más profundos, la ilusión de esas personas que anhelan comerse el mundo.
Ella es un caos, vive entre el caos. Entre el de su habitación y el de su mente. Convive al mismo tiempo con todas sus zapatillas desperdigadas por el suelo como con todas sus ideas esparcidas por su mente. Y entre tanto desorden lo único que tiene claro es que la vida es demasiado corta como para estar preocupándose de si todo está en su sitio.
Se pasa los días con la cabeza en las nubes y los pies en la tierra, soñando allí en lo alto y tratando de hacer realidad sus sueños aquí abajo. Y cuando consigue bajar de las nubes, disfruta haciendo reír a los suyos, porque no le importa el ridículo que deba hacer si a cambio es capaz de arrancarle una sonrisa, aunque sea pequeña.
Me encanta su cuerpo, perderme entre sus curvas, analizar sus estrías como si fuera las huellas de un tiranosaurio rex y contar sus pecas y lunares como si fueran las estrellas de la galaxia. Me alegra saber que no le importa cuanto coma ni cómo bailan los números en la báscula, sino que se guíe por su instinto, el ruido de su barriga.
Pasar un día con ella es como estar en una montaña rusa, donde subes y bajas, en la que hay risas, lloros, penas y alegrías. Así todo el día. Y aunque a veces me maree no sé si cambiaría su forma de ser. Tal vez fuera menos emocionante y por supuesto que perdería ese punto de gracia que tiene no saber qué es lo próximo que va a venir, porque en ese cambio de rasante no ves nada, así que sólo te queda soltar las manos y chillar con todas tus fuerzas.
No calla. Tiene verborrea y es capaz de ponerle la cabeza como un bombo a cualquiera. Se pasa el día hablando, desde primera hora de la mañana hasta que se acuesta, e incluso durmiendo habla. Habla, habla mucho. Sola, en voz alta, para mucha gente, para ti sólo o para mí únicamente. Pero a pesar de que a veces hable demasiado, me produce una sensación maravillosa cuando la veo hablando tan emocionada de sus cosas, de sus sueños, de su vida y de sus sentimientos.
Es impuntual como ninguna. Por mucho que lo intente siempre llega tarde. Pero a pesar de que es capaz de cabrear a cualquiera cada vez que llega más de media hora tarde, sabes que bajo todos esos defectos y virtudes tiene un gran corazón.
Un día la vi. Allí la encontré, allí me encontré. Frente al espejo. Después de tantos años de odio y rechazo, volví a enamorarme de mí misma, poco a poco, pero lo hice. Descubrí que para encontrar el amor, primero debía hacerme el amor a mí misma. Todo el día y a todas horas. Buscándome, mirándome, gustándome, amándome y aceptándome.
Porque soy tan normal como todos y todas, y como todos y todas soy única y especial.