Me encanta salir hasta la madrugada y volver a casa cuando mis pies me dicen que no pueden más. Pero a veces también me gusta madrugar, aprovechar el domingo y sus horas de sol. Aprovechando el puente de octubre, unas amigas y yo decidimos irnos de excursión y el destino elegido fue Peñíscola. Hacía años que no iba y no la recordaba tan bonita.
Nunca me han gustado demasiado los pueblos cercanos a la costa, supongo que por esa imagen de playas masivas llenas de gente tostándose al sol (yo es que soy más de pequeñas calas y poco sol). Sin embargo, Peñíscola me sorprendió e hizo que me enamorará de cada una de sus casas blancas con balcones repletos de flores. Su casco antiguo está muy bien conservado y mantiene ese encanto de los pequeños pueblos de marineros, con la peculiaridad de estar rodeado por una muralla y un castillo que impera en lo alto del pueblo.
No obstante, el lugar que más impactante fue el faro. Y es que es inevitable que cada vez que vea uno me ponga a pensar en esas novelas de marineros, de largas esperas y amor eterno.
La única pega son sus empinadas cuestas, aunque merece la pena solamente por las maravillosas vistas del mar y de los acantilados que rodean el pueblo. Creo que la mejor actividad que ofrece este destino es sentarse a mirar estas preciosas vistas, mientras el mundo sigue girando.
Sinceramente no sé si Peñíscola tiene algo interesante que hacer o ir a ver, si tras sus murallas se esconden heroicas historias o si tal vez si tiene alguna peculiaridad que hace único este lugar. Y es que mi opinión sobre los sitios depende de la belleza de estos, de la capacidad de sus vistas para dejarme sin palabras.
Y yo enamorada de las casas bonitas y del mar y sus acantilados, no soy demasiado objetiva. No puedo recomendaros con objetividad este lugar, pero si las imágenes consiguen dejaros sin palabras como a mí, debéis ir.
Espero que os haya gustado mi miniguía visual de Peñíscola